Esta es una leyenda antigua, llena de amor y dolor, de esas que las abuelitas les cuentan a sus nietos con ternura y nostalgia al ayer… Esta historia aconteció un frio y solitario noviembre, cuando el clima y los espíritus se ponen de acuerdo para aterrar a la gente inocente. Los ciudadanos empezaban a colocar sus altares, llamando a sus familiares a visitarlos, aunque sea por dos noches; el aire nocturno tenía un aroma a lluvia, que se mezclaba con el anís del Pan de muerto; el suelo, lleno de pequeñas flores de cempaxúchitl, anunciaba la presencia de los seres del más allá… Noviembre se podía sentir en cualquier rincón de la ciudad.
Aconteció que, en una de esas gélidas noches, un hombre regresaba cansado de su trabajo hacia su casa, entonando una dulce y suave melodía, cuando se encontró con la chica más hermosa que cualquier mortal se pudiese ver jamás: su tez era fría y pálida como la nieve; su cabello plateado dejaba un brillo sinigual al pasar, acompañado de un dulce aroma a lavanda. Ella se encontraba en medio de su turno de trabajo, haciendo unas entregas y recogiendo paquetes de las personas. Él, encantado de su personalidad, la seguía hasta que su turno terminara. Él era un joven tierno y encantador; ella, una chica hermosa y dulce. Así hicieron conforme los años pasaban, enamorándose cada vez más el uno del otro. Nadie se imaginaría que aquel amor seria mal visto por la sociedad; en especial por el jefe de la jovencita quien, al enterarse, la obligó a cortar su relación con él, puesto que solamente haría que ella incumpliera con su trabajo.
La lluvia se cernía sobre la ciudad, trayendo un aire de desolación y tristeza. Dentro de este panorama deprimente, su relación llegaba a su final, pereciendo fría y lentamente:
— Lo nuestro no va a funcionar — confesó ella, fría y cruel como el agua sobre la ciudad.
— ¡No lo entiendo! — gritó él, con tristeza y decepción en su voz — ¡No me importa el qué dirán ni que nos juzguen! ¡Sólo quiero estar contigo!
Sus lágrimas se perdían con la lluvia helada y constante, consolándolos. Él era alguien tímido si no estaba con ella; ella se sentía sola cuando no estaba cerca suyo.
— Aun no lo entiendes, ¿verdad? — sollozó con dolor — No se trata de lo que digan los demás… Es hora de aceptar lo que somos…
— ¿¡Aceptar que qué!? — cuestionó, buscando hacerla entrar en razón — ¿Que estamos hechos el uno para el otro? ¿Que nos complementamos y debemos estar juntos?
— No… — dijo con pesar en su alma — Aceptar que, pase lo que pase, aun si el tiempo mismo acabase, tú y yo estamos destinados a estar juntos, pero el mundo no lo permitirá. Y mientras más nos resistamos y opongamos, más nos haremos daño el uno al otro…
— No es sólo eso — espeto — Es algo más, ¿no? ¿Tu jefe se enteró?
— Sabes que el trabajo me lo impide…
— ¿Por qué él tiene tanta influencia sobre tu vida?
Con ternura y suavidad, pasó su helada mano sobre la suya, dejándola reposar en su rostro un breve instante.
— Esas son razones que no se me permite explicar… Pero estoy seguro que, con el tiempo, nuestra relación podrá ser aceptada
Se alejó delicada y silenciosamente, dejando parte de su alma eternamente en aquel joven.
— Sé que nos volveremos a encontrar, que el destino nos volverá a juntar… — le susurró con dulzura — Pero también sé que no es el tiempo ni la hora para hacerlo. Sólo así, a merced suya, podremos estar juntos.
Con un beso en la mejilla, se despidió. Acomodaba su sombrilla al andar, alzando sus finos y delicados tacones escarlata. Su hermoso vestido floreado se había empapado, ocultando consigo las lágrimas que indicaban la pérdida de un ser amado. Con paso triste y dolor en su pecho, camino y camino hasta que la niebla la hizo perderse de la vista de aquel joven desilusionado, quien, con su gabardina mojada y sombrero caído, sólo pudo susurrarle al viento:
— Te amo, jamás dejare de hacerlo…
Con el paso del tiempo, él continuo con su vida, manteniendo su promesa. Como forma de recordarla (puesto que desconocía de su paradero), dejaba una flor de cempaxúchitl cada noviembre, en aquel callejón en el que se habían encontrado y perdido a la vez:
— Nos vemos el próximo año — decía con esperanzas.
Los años pasaron y él terminó casándose y formando una familia. Aunque su decisión lo hacía feliz y no rectificaría nada de su vida, una parte de su alma siempre recordaría por siempre a aquella dama que, una gélida noche de noviembre, le robó el corazón. Con añoranza y nostalgia, transmitía esta anécdota a su descendencia. Así vivió su vida, hasta que su esposa falleció a la joven edad de 75 años.
Y fue así que, al pasar al callejón en su nonagésimo noveno aniversario, su amada hizo acto de presencia:
— ¡Ay, mi dulce amante! ¡El tiempo no te ha afectado en lo más mínimo!
— Shhh… — lo calmó la Catrina, su amante— Ya estoy aquí, descansa… Ahora, podremos estar juntos para siempre
Con cautela y firmeza a la vez, ella separó su alma de su cuerpo
— Siempre me imaginé cómo serias de ‘abuelito’… El gris te hace combinar conmigo, pero extraño tu versión joven.
Y sin más, caminó hacia su reino, ambos con una sonrisa de oreja a oreja y lágrimas en sus ojos… Desde entonces, la gente cuenta que cada 2 de noviembre, dos flores de la muerte nacen en aquel callejón, creciendo incansablemente (incluso creciendo de nuevo cuando son cortadas) hasta que, semanas antes del fin de mes, se entrelazan sus pétalos, besándose con pasión, hasta su muerte
Escrito por Emiliano Zárate Paz, 30 de noviembre 2022
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