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12:51

Actualizado: 2 oct 2023

El reloj, sin prisa ni preocupación, marcaba las 11:45 de la noche... Mientras las calles estaban quietas, mi mente y alma se mantenían ajetreadas y pensativas. Me encontraba manejando, apenas regresando de lo que pudo haber sido una hermosa velada con mi amada Claudia.

Desgraciadamente, la noche murió temprano. Mi estomago me traiciono al final de la merienda, expulsando acido constantemente. Ante tal malestar, lo mejor era terminar la noche e ir directo al hospital más cercano.

El paisaje urbano alrededor cambiaba conforme avanzaba, encogiéndose y alargándose sin cesar, generando un trayecto nauseabundo. Los carros se estremecían como barcos sobre aquel frio y oscuro océano que es el asfalto. La lluvia descendía con un aire gélido y un sentimiento de desolación, haciendo más riesgoso el manejar. Aun con el mareo y el vómito constante, divisé el hospital más cercano y logré llegar al estacionamiento. Arrastrándome, el dolor me llevó hasta el recepcionista:

­­— Disculpe ¿tiene consulta? ­— pregunto con desdén

— ¡Me estoy muriendo! — grité con impotencia, solo para vomitar un charco carmesí.

Al ver que la situación era grave, llamó al medico principal. En un abrir y cerrar de ojos (y otro vomito), ya estaba siendo llevado al quirófano, mientras los demás enfermeros hacían preguntas que no lograba captar. Aun confuso, mi mente seguía cuestionando mi situación: “¿Habrá sido es estrés? ¿Qué fue lo último que comí? ¿Alguien le hizo algo a la comida? De ser así, ¿quién pudo hacerlo? ¿Y si fue Claudia?”

Aquellas discusiones fueron silenciadas cuando la luz de la sala de operación brillo sobre mí. Preocupado, trato de incorporarme, pero el doctor me sugiere recostarme de nuevo:

— Trate de no moverse — comentó el Dr. Alarcón, quien estaría a cargo de mi operación — Su situación es extremadamente delicada, podría causarse más daño si se sigue moviendo

— Pero… Creí que era un simple malestar; algún alimento podrido que me hizo daño o algo a lo que soy alérgico — le cuestione, sorprendido ante la noticia

— Pues que suerte tuvo usted de llegar a tiempo. Parece ser que se trata de una apendicitis. Tendremos que operarlo. ¡Unas cuantas horas más y usted no estaría aquí para contarlo!

Sin perder el tiempo, se dirigió con las enfermeras y los pasantes, presentándoles mi pre-diagnostico. Tras un par de frases y tecnicidades que mi cerebro no alcanzaba a comprender, todos le asintieron con calma y se acercaron al lado de mi camastro. Una mano me acerco con delicadeza una máscara con lo que parecía ser sedante, mientras los internos preparaban las pinzas y el bisturí. Mi corazón se aceleraba de tan siquiera pensar que sería de mí una vez que cerrara los ojos. Supongo que uno de los pasantes sintió mi miedo en el aire frio de la noche, porque se acercó y me susurro:

— No se angustie, joven… Pronto, su sufrimiento terminará… Todo terminará…

Con esa misma calma y aire de suspenso, se dirigió con el Dr., le comento algo que no alcance a escuchar y se retiró del quirófano. Lejos de calmarse, mi corazón se inquietó más, imaginando todo tipo de escenarios grotescos y fatales que podrían ocurrir.

Para mi infortunio, la cosa parecía ir de mal en peor: el Dr., con solo un movimiento de cabeza, hizo salir a todo su personal médico… quedando solamente él y yo…

— ¿Sabe usted por qué esta aquí?

Negué rotundamente con lo poco de fuerzas que tenía.

— Usted se ve como alguien despreocupado, alguien que no se fija al cruzar la calle o al conducir, alguien que no se percata si su comida sabe extraña o si su olfato le está advirtiendo del peligro; alguien que cree que puede salirse con la suya porque nadie ha visto sus crímenes… Créame, tarde o temprano, se ven reflejadas sus acciones y tendrá que pagar el precio.

Trataba de responder, de gritar por ayuda, pero mi cuerpo no me hacía caso…

— Bueno, — continuo — según los estudios realizados por mi interno, usted ingirió 500 nanogramos de ricina, una toxina hallada en un fruto bastante peculiar: el higo. Esta cantidad es lo suficientemente letal para cualquier ser vivo que lo ingiera, causándole nauseas, vomito y sangrado interno; ahora imagínese cuanto daño le harían al cuerpo unos cuantos miligramos…

Horrorizado, intentaba levantarme del camastro en el que estaba, pero mis brazos no estaban reaccionando y mis fuerzas eran casi nulas. Se sentía como su cada parte de mi cuerpo había incrementado su peso. El Dr. se rio y dijo:

— ¿Cuál es su apuro? El reporte aún no concluye — comento en tono maquiavélico — Como le decía, una porción pequeña servida en un apetitoso pedazo de pastel de higos seria letal y mortífera… Lo cual no pensó y, según nuestros análisis, ese fue su ultimo platillo de la noche.

Con una sonrisa aterradora, tomo su pluma y el tablón donde tenía mis análisis y se dispuso a abandonar la sala. Antes de que saliera, se detuvo a decirme.

— ¿Sabe algo cuanto menos gracioso? Me parece que mi esposa también iba a cenar un sabroso pastel de higos, es su especialidad. Me parece innecesario comentarlo, claro, pero mi esposa se llama Claudia…

Con esas palabras, mi corazón termino de aterrarse. Mi mente, con muy pocas fuerzas, no sabía que sentir exactamente que sentir: ¿dolor? ¿enojo? ¿derrota?… Entonces, se le oyó al doctor decir:

— No se preocupe, no fue anestesiado… Al contrario, prolongué su tiempo de vida, para que sufra cada minuto… Le dije, tarde o temprano pagaría por lo que hizo…

Aun con lo último de conciencia que me quedaba, lo único que pude escuchar antes de perecer fue:

— Paciente: #1794… Hora de muerte: 12:51 de la mañana…


Escrito por Emiliano Zárate Paz, 9 de febrero del 2023

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